No recuerdo haber visto nunca a Herodes que haya hecho reconstruir de nuevo la totalidad del Templo. Sólo vi que durante su reinado se hicieron diversos cambios. Cuando María entró en el Templo, once años antes del nacimiento del Salvador, no se hacían trabajos propiamente dichos; pero, como siempre, se trabajaba en las construcciones exteriores: esto no dejó de hacerse nunca. He visto hoy la habitación de María en el Templo. En el costado Norte, frente al Santuario, se hallaban en la parte alta varias salas que comunicaban con las habitaciones de las mujeres. El dormitorio de María era uno de los más retirados, frente al Santo de los Santos. Desde el corredor, levantando una cortina, se pasaba a una sala anterior separada del dormitorio por un tabique de forma convexa o terminada en ángulo. En los ángulos de la derecha e izquierda estaban las divisiones para guardar la ropa y los objetos de uso; frente a la puerta abierta de este tabique, algunos escalones llevaban arriba hasta una abertura, delante de la cual había un tapiz, pudiéndose ver desde allí el interior del Templo. A izquierda, contra el muro de la habitación, había una alfombra enrollada, que cuando estaba extendida formaba el lecho sobre el cual reposaba la niña María. En un nicho de la muralla estaba colocada una lámpara, cerca de la cual vi a la niña de pie, sobre un escabel, leyendo oraciones en un rollo de pergamino. Llevaba un vestido de listas blancas y azules, sembrado de flores amarillas. Había en la habitación una mesa baja y redonda.
Vi entrar en la habitación a la profetisa Ana, que colocó sobre la mesa una fuente con frutas del grosor de un haba y una anforita. María tenía una destreza superior a su edad: desde entonces la vi trabajar en pequeños pedazos de tela blanca para el servicio del Templo. Las paredes de su pieza estaban sobrepuestas con piedras triangulares de varios colores. A menudo oía yo a la niña decir a Ana: "¡Ah, pronto el Niño prometido nacerá! ¡Oh, si yo pudiera ver al Niño Redentor!"... Ana le respondía; "Yo soy ya anciana y debí esperar mucho a ese Niño. ¡Tú, en cambio, eres tan pequeña!"... María lloraba a menudo por el ansia de ver al Niño Redentor.
Las niñas que se educaban en el Templo se ocupaban de bordar, adornar, lavar y ordenar las vestiduras sacerdotales y limpiar los utensilios sagrados del Templo. En sus habitaciones, desde donde podían ver el Templo, oraban y meditaban. Estaban consagradas al Señor por medio de la entrega que hacían sus padres en el Templo. Cuando llegaban a la edad conveniente, eran casadas, pues había entre los israelitas piadosos la silenciosa esperanza de que, de una de estas vírgenes consagradas al Señor debía nacer el Mesías. Cuan ciegos y duros de corazón eran los fariseos y los sacerdotes del Templo se puede conocer por el poco interés y desconocimiento que manifestaron con las santas personas con las cuales trataron. Primeramente desecharon sin motivo el sacrificio de Joaquín. Sólo después de algunos meses, por orden de Dios, fue aceptado el sacrificio de Joaquín y de Ana. Joaquín llega a las cercanías del Santuario y se encuentra con Ana, sin saberlo de antemano, conducidos por los pasajes debajo del Templo por los mismos sacerdotes. Aquí se encuentran ambos esposos y María es concebida. Otros sacerdotes los esperan en la salida del Templo. Todo esto sucedía por orden e inspiración de Dios. He visto algunas veces que las estériles eran llevadas allí por orden de Dios.
Cuando Jesús comenzó su vida pública y Juan dio testimonio de Él, lo contradijeron con tanta obstinación en sus enseñanzas, que los hechos extraordinarios de su juventud, si es que no los habían olvidado, no tenían interés ninguno en darlos a conocer a los demás. El gobierno de Herodes y el yugo de los romanos, bajo el cual cayeron, los enredó de tal manera en las intrigas palaciegas y en los negocios humanos, que todo espíritu huyó de ellos. Despreciaron el testimonio de Juan y olvidaron al decapitado. Despreciaron los milagros y la predicación de Jesús. Tenían ideas erróneas sobre el Mesías y los profetas: así pudieron maltratarlo tan bárbaramente, darle muerte y negar luego su resurrección y las señales milagrosas sucedidas, como también el cumplimiento de las profecías en la destrucción de Jerusalén. Pero si su ceguera fue grande al no reconocer las señales de la venida del Mesías, mayor es su obstinación después que obró milagros y escucharon su predicación. Si su obstinación no fuese tan grandemente extraordinaria, ¿cómo podría esta ceguera continuar hasta nuestros días?
Cuando voy por las calles de la presente Jerusalén para hacer el Via Crucis veo a menudo, debajo de un ruinoso edificio, una gran arcada en parte derruida y en, parte con agua que entró. El agua llega, al presente, hasta la tabla de la mesa, del medio de la cual se levanta una columna, en torno de la que cuelgan cajas llenas de rollos escritos. Debajo de la mesa hay también rollos dentro del agua. Estos subterráneos deben ser sepulcros: se extienden hasta el monte Calvario. Creo que es la casa que habitó Pilatos. Ese tesoro de escritos será a su tiempo descubierto.
He visto a la Santísima Virgen en el Templo, unas veces en la habitación de las mujeres con las demás niñas, otras veces en su pequeño dormitorio, creciendo en medio del estudio, de la oración y del trabajo, mientras hilaba y tejía para el servicio del Templo. María lavaba la ropa y limpiaba los vasos sagrados. Como todos los santos, sólo comía para el propio sustento, sin probar jamás otros alimentos que aquéllos a los que había prometido limitarse. Pude verla a menudo entregada a la oración y a la meditación. Además de las oraciones vocales prescritas en el Templo, la vida de María era una aspiración incesante hacia la redención, una plegaria interior continua. Hacía todo esto con gran serenidad y en secreto, levantándose de su lecho e invocando al Señor cuando todos dormían. A veces la vi llorando, resplandeciente, durante la oración. María rezaba con el rostro velado. También se cubría cuando hablaba con los sacerdotes o bajaba a una habitación vecina para recibir su trabajo o entregar el que había terminado. En tres lados del Templo estaban estas habitaciones, que parecían semejantes a nuestras sacristías. Se guardaban en ellas los objetos que las mujeres encargadas debían cuidar o confeccionar.
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