Los antepasados de Santa Ana fueron Esenios. Estos piadosísimos hombres descendían de aquellos sacerdotes que en tiempos de Moisés y Aarón tenían el encargo de llevar el Arca de la Alianza, los cuales recibieron, en tiempos de Isaías y Jeremías, ciertas reglas de vida. Al principio no eran numerosos. Más tarde vivieron en Tierra Santa reunidos en una extensión como de millas de largo y de ancho, y sólo más tarde se acercaron a las regiones del Jordán. Vivían principalmente en el monte Horeb y en el Carmelo.
En los primeros tiempos, antes que Isaías los reuniese, vivían desparramados, entregados a la penitencia. Llevaban siempre los mismos vestidos y no los remendaban, no cambiándolos hasta que se les caían de puro viejos. Vivían en estado de matrimonio, pero con mucha pureza de costumbres. A veces, de común acuerdo, se separaban hombre y mujer, y vivían cierto tiempo entregados a la oración. Cuando comían estaban separados los hombres de las mujeres; comían primero aquéllos y cuando se alejaban los hombres, lo hacían las mujeres.
Ya desde entonces había, entre estos judíos, antepasados de Ana y de la Sagrada Familia. De ellos también derivan los llamados “hijos de profetas”. Vivían en el desierto y en los alrededores del monte Horeb. En Egipto también he visto a muchos de ellos. Por causa de las guerras estuvieron un tiempo alejados del monte Horeb; pero fueron nuevamente recogidos por sus jefes. Los Macabeos pertenecieron también a ellos. Eran grandes veneradores de Moisés: tenían un trozo de vestido de él, que éste había dado a Aarón y que les había llegado en posesión. Era para ellos cosa sagrada, y he visto que en cierta ocasión unos quince murieron en lucha por defender este sagrado tesoro.
Los jefes de los Esenios tenían conocimiento del misterio encerrado en el Arca de la Alianza. Los que permanecían célibes formaban una agrupación aparte, una orden espiritual, y eran probados largamente durante varios años antes de ser admitidos. Los jefes de la orden los recibían por mayor o menor tiempo, según la inspiración que recibían de lo alto. Los Esenios que vivían en matrimonio observaban mucho rigor entre ellos y sus mujeres e hijos, y guardaban la misma relación, con los verdaderos Esenios, que los Terciarios Franciscanos respecto a la Orden Franciscana. Solían consultar todos sus asuntos al anciano jefe del monte Horeb. Los Esenios célibes eran de una indescriptible pureza y piedad. Llevaban blancas y largas vestiduras, que conservaban perfectamente limpias. Se ocupaban de educar a los niños.
Para ser admitidos en la orden debían contar, por lo menos, catorce años de edad. Las personas de mucha piedad eran probadas por sólo un año; los demás por dos. Vivían en perfecta pureza y no ejercían el comercio; lo que necesitaban para el sustento lo obtenían cambiando sus productos agrícolas. Si un Esenio faltaba gravemente, era arrojado de la orden, y esta excomunión era seguida generalmente de castigo, como en el caso de Pedro con Ananías, es decir, moría. El jefe sabía por revelación divina quién había faltado gravemente. He visto que algunosdebían sólo hacer penitencias: se ponían un saco muy tieso, con los brazos extendidos, que no podían doblar, y el interior lleno de puntas agudas.
Tenían sus cuevas en el monte Horeb. En una cueva mayor se había acomodado una sala de mimbre donde a las once reuníanse todos para la comida en común. Cada uno tenía delante un pequeño pan y un vaso. El jefe iba de uno a otro, bendiciendo los panes. Después de la refección cada uno volvía a su celda. En esa sala vi un pequeño altar, y sobre él panes bendecidos cubiertos, que luego se distribuían a los pobres. Poseían muchas palomas tan mansas que picoteaban en las manos. Comían de estas palomas, y supe que tenían algún culto religioso por medio de ellas, porque decían algo sobre las aves y las dejaban volar. De la misma manera he visto que decían algo sobre corderos, que luego dejaban vagar por el desierto.
Tres veces al año iban al templo de Jerusalén. Tenían sacerdotes entre ellos, que cuidaban de las vestiduras sagradas, a las cuales purificaban, hacían de nuevo y costeaban su hechura. Se ocupaban de agricultura, de ganadería y especialmente de cultivar huertas. El monte Horeb estaba lleno de jardines y árboles frutales, en medio de sus chozas y viviendas. Otros tejían con mimbres o paños, o bordaban y adornaban vestiduras sacerdotales. La seda no la usaban para sí: la llevaban atada al mercado y la cambiaban por productos. En Jerusalén tenían un barrio especial para ellos y aún en el templo un lugar reservado.
Los judíos comunes no congeniaban con ellos. Vi llevar al templo ofrendas como uvas de gran tamaño, que cargaban dos hombres, atravesadas en un palo. Llevaban corderos, que no eran sacrificados, sino que se dejabancorrer libremente. No los he visto ofrecer sacrificio cruento. Antes de partir para el templo se preparaban con la oración, riguroso ayuno, disciplinas y otras penitencias. Quien se acercaba al templo con pecados no satisfechos penitencialmente temía ser castigado con muerte repentina, cosa que a veces sucedía. Si en el camino a Jerusalén encontraban a un enfermo o necesitado, no proseguían su camino hasta no haber ayudado al desvalido.
Los he visto juntar yerbas medicinales, preparar bebidas y curar enfermos con estos medios: les imponían las manos o se tendían con los brazos extendidos sobre los mismos enfermos. Los he visto sanar a veces a la distancia. Los enfermos que no podían acudir, mandaban algún mensajero, en el cual hacían todo lo que el enfermo verdadero necesitaba, y éste sanaba en el mismo instante.
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