Wednesday, 5 September 2018

XX- JERUSALÉN



Hoy al mediodía he visto llegar la comitiva que acompañaba a María al templo de Jerusalén. Jerusalén es una ciudad extraña. No hay que pensar que sea como una de nuestras ciudades, con tanta gente en las calles. Muchas calles bajas y altas corren alrededor de los muros de la ciudad y no tienen salida ni puertas. Las casas de las alturas, detrás de las murallas, están orientadas hacia el otro lado, pues se han edificado barrios distintos y se han formado nuevas crestas de colinas y los antiguos muros quedaron allí. Muchas veces se ven las calles de los valles sobreedificadas con sólidas bóvedas. Las casas tienen sus patios y piezas orientadas hacia el interior; hacia la calle sólo hay puertas y terrazas sobre los muros. Generalmente las casas son cerradas. Cuando la gente no va a las plazas o mercados o al templo está generalmente entretenida en el interior de sus casas.

Hay silencio en las calles, fuera de los lugares de mercado o de ciertos palacios, donde se ve ir y venir a soldados y viajeros. En ciertos días en que están casi todos en el templo, las calles parecen como muertas. A causa de las calles solitarias, de los profundos valles y de la costumbre de permanecer las gentes en sus casas, es que Jesús podía ir y venir con sus discípulos sin ser molestado. Por lo general falta agua en la ciudad: frecuentemente se ven edificios altos adonde es llevada y torres hacia las cuales es bombeada el agua. En el templo se tiene mucho cuidado con el agua porque hay que purificar muchos vasos y lavar las ropas sacerdotales. Se ven grandes maquinarias y artefactos para bombear el agua a los lugares elevados. Hay muchos mercaderes y vendedores en la ciudad: están casi siempre en los mercados o en lugares abiertos, bajo tiendas de campaña.

Veo, por ejemplo, no lejos de la Puerta de las Ovejas, a mucha gente que negocia con alhajas, oro, objetos brillantes y piedras preciosas. Las casitas que habitan son muy livianas, pero sólidas, de color pardo, como si estuviesen cubiertas con pez o betún. Adentro hacen sus negocios; entre una tienda y otra están extendidas lonas, debajo de las cuales muestran sus mercaderías. Hay, sin embargo, otras partes de la ciudad donde hay mayor movimiento y se ven gentes que van y vienen cerca de ciertos palacios. 

Comparada Jerusalén con la Roma antigua, que he visto, esta ciudad era mucho más bulliciosa en las calles; tenía aspecto más agradable y no era tan desigual ni empinada. La montaña sobre la cual se halla el templo está rodeada, por el lado en que la pendiente es más suave, de casas que forman varias calles detrás de espesos muros. Estas casas están construidas sobre terrazas colocadas unas sobre otras. Allí viven los sacerdotes y los servidores subalternos del templo, que hacen trabajos más rudos, como la limpieza de los fosos, donde se echan los desperdicios provenientes de los sacrificios de animales. Hay un costado norte, creo, donde la montaña del templo es muy escarpada. En todo lo alto, alrededor de la cumbre, se halla una zona verde formada por pequeños jardines pertenecientes a los sacerdotes.

Aun en tiempos de Jesucristo se trabajaba siempre en alguna parte del templo. Este trabajo no cesaba nunca. En la montaña del templo había mucho mineral, que se fue sacando y empleando en la construcción del mismo edificio. Debajo del templo hay fosos y lugares donde funden el metal. No pude encontrar en este gran templo un lugar donde poder rezar a gusto. Todo el edificio es admirablemente macizo, alto y sólido. Los numerosos patios son estrechos y sombríos, llenos de andamios y de asientos. Cuando hay mucha gente causa miedo encontrarse apretado entre los espesos muros y las gruesas columnas. Tampoco me gustan los continuos sacrificios y la sangre derramada en abundancia, a pesar de que esto se hace con orden e increíble limpieza. Hacía mucho tiempo que no había visto con tanta claridad, como hoy, los edificios, los caminos y los pasajes. Pero son tantas las cosas que hay aquí que me es imposible describirlas con detalles.

Los viajeros llegaron con la pequeña María, por el norte, a Jerusalén: con todo, no entraron
por ese lado, sino que dieron vuelta alrededor de la ciudad hasta el muro oriental, siguiendo una parte del valle de Josafat. Dejando a la izquierda el Monte de los Olivos y el camino de Betania, entraron en la ciudad por la Puerta de las Ovejas, que conducía al mercado de las bestias. No lejos de esta puerta hay un estanque donde se lava por primera vez a las ovejas destinadas al sacrificio. No es ésta la piscina de Bethseda. La comitiva, después de haber entrado en la ciudad, torció de nuevo a la derecha y entró en otra barriada siguiendo un largo valle interno dominado de un lado por las altas murallas de una zona más elevada de la ciudad, llegando a la parte occidental en los alrededores del mercado de los peces, donde se halla la casa paterna de Zacarías de Hebrón. Se encontraba allí un hombre de avanzada edad: creo que el hermano de su padre. Zacarías solía volver a la casa después de haber cumplido su servicio en el templo.

En esos días se encontraba en la ciudad y habiendo acabado su tiempo de servicio, quería quedarse sólo unos días en Jerusalén para asistir a la, entrada de María al templo. Al llegar la comitiva, Zacarías no se encontraba allí. En la casa se hallaban presentes otros parientes de los contornos de Belén y de Hebrón, entre ellos, dos hijas de la hermana de Isabel. Isabel tampoco se encontraba allí en ese momento. Estas personas se habían adelantado para recibir a los caminantes hasta un cuarto de legua por el camino del valle. Varias jóvenes los acompañaban llevando guirnaldas y ramas de árboles.

Los caminantes fueron recibidos con demostraciones de contento y conducidos hasta la casa de Zacarías, donde se festejó la llegada. Se les ofreció refrescos y todos se prepararon para llevarlos a una posada contigua al templo, donde los forasteros se hospedan los días de fiesta. Los animales que Joaquín había destinado para el sacrificio habían sido conducidos ya desde los alrededores de la plaza del ganado a los establos situados cerca de esta casa. Zacarías acudió también para guiar a la comitiva desde la casa paterna hasta la posada. Pusieron a la pequeña María su segundo vestidito de ceremonias con el peplo celeste. Todos se pusieron en marcha formando una ordenada procesión. Zacarías iba adelante con Joaquín y Ana; luego la niña María rodeada de cuatro niñas vestidas de blanco, y las otras chicas con sus padres cerraban la marcha. Anduvieron por varias calles y pasaron delante del palacio de Herodes y de la casa donde más tarde habitó Pilatos. Se dirigieron hacia el ángulo Nordeste del templo, dejando atrás la fortaleza Antonia, edificio muy alto, situado al Noroeste. Subieron por unos escalones abiertos en una muralla alta. La pequeña María subió sola, con alegre prisa, sin permitir que nadie la ayudara. Todos la miraban con asombro.

La casa donde se alojaron era una posada para días de fiesta situada a corta distancia del mercado del ganado. Había varias posadas de este género alrededor del templo, y Zacarías había alquilado una. Era un gran edificio con cuatro galerías en torno de un patio extenso. En las galerías se hallaban los dormitorios, así como largas mesas muy bajas. Había una sala espaciosa y un hogar para la cocina. El patio para los animales enviados por Zacarías estaba muy cerca. A ambos lados del edificio habitaban los servidores del templo que se ocupaban de los sacrificios. Al entrar los forasteros se les lavaron los pies, como se hacía con los caminantes; los de los hombres fueron lavados por hombres; y las mujeres hicieron este servicio con las mujeres. Entraron luego en una sala en medio de la cual se hallaba suspendida una gran lámpara de varios brazos sobre un depósito de bronce lleno de agua, donde se lavaron la cara y las manos. Cuando hubieron quitado la carga al asno de Joaquín, un sirviente lo llevó a la cuadra. 

Joaquín había dicho que sacrificaría y siguió a los servidores del templo hasta el sitio donde se hallaban los animales, a los cuales examinaron. Joaquín y Ana se dirigieron luego con María a la habitación de los sacerdotes, situada más arriba. 


Aquí la niña María, como elevada por
el espíritu interior, subió ligerísimamente los escalones con un impulso extraordinario. Los dos sacerdotes que se hallaban en la casa los recibieron con grandes muestras de amistad: uno era anciano y el otro más joven. Los dos habían asistido al examen de la niña en Nazaret y esperaban su llegada. Después de haber conversado del viaje y de la próxima ceremonia de la presentación, hicieron llamar a una de las mujeres del Templo. Era ésta una viuda anciana que debía encargarse de velar por la niña. Habitaba en la vecindad con otras personas de su misma condición, haciendo toda clase de labores femeniles y educando a las niñas. Su habitación se encontraba más apartada del templo que las salas adyacentes, donde habían sido dispuestos, para las mujeres y las jóvenes consagradas al servicio del Templo, pequeños oratorios desde los cuales podían ver el santuario sin ser vistas por los demás.

La matrona que acababa de llegar estaba tan bien envuelta en su ropaje que apenas podía vérsele la cara. Los sacerdotes y los padres de María se la presentaron, confiándola a sus cuidados. Ella estuvo dignamente afectuosa, sin perder su gravedad. La niña María se mostró humilde y respetuosa. La instruyeron en todo lo que se relacionaba con la niña y su entrada solemne en el templo. Aquella mujer bajó con ellos a la posada, tomó el ajuar que pertenecía a la niña y se lo llevó a fin de prepararlo todo en la habitación que le estaba destinada. La gente que había acompañado a la comitiva desde la casa de Zacarías, regresó a su domicilio, quedando en la posada solamente los parientes. Las mujeres se instalaron allí y prepararon la fiesta que debía tener lugar al día siguiente.

Joaquín y algunos hombres condujeron las víctimas al Templo al despuntar el nuevo día y los sacerdotes las revisaron nuevamente. Algunos animales fueron desechados y llevados en seguida a la plaza del ganado. Los aceptados fueron conducidos al patio donde habrían de ser inmolados. Vi allí muchas cosas que ya no es posible decirlas en orden. Recuerdo que antes de inmolar, Joaquín colocaba su mano sobre la cabeza de la víctima, debiendo recibir la sangre en un vaso y también algunas partes del animal. Había varias columnas, mesas y vasos. Se cortaba, se repartía y ordenaba todo. Se quitaba la espuma de la sangre y se ponía aparte la grasa, el hígado, el bazo, salándose todo esto. Se limpiaban los intestinos de los corderos, rellenándolos con algo y volviéndolos a poner dentro del cuerpo, de modo que el animal parecía entero, y se ataban las patas en forma de cruz.

Luego, una gran parte de la carne era llevada al patio donde las jóvenes del Templo debían hacer algo con ella: quizás prepararla para alimento de los sacerdotes o ellas mismas. Todo esto se hacía con un orden increíble. Los sacerdotes y levitas iban y venían, siempre de dos en dos. Este trabajo complicado y penoso se hacía fácilmente, como si se efectuase por sí solo. Los trozos destinados al sacrificio quedaban impregnados en sal hasta el día siguiente, en que debían ser ofrecidos sobre el altar. 

Hubo hoy una gran fiesta en la posada, seguida de una comida solemne. Habría unas cien personas, contados los niños. Estaban presentes unas veinticuatro niñas de diversas edades, entre ellas Serapia, que fue llamada Verónica después de la muerte de Jesús: era bastante crecida, como de unos diez o doce años. Se tejieron coronas y guirnaldas de flores para María y sus compañeras, adornándose también siete candelabros en forma de cetro sin pedestal. En cuanto a la llama que brillaba en su extremidad no sé si estaba alimentada con aceite, cera u otra materia. Durante la fiesta entraron y salieron numerosos sacerdotes y levitas. Tomaron parte en el banquete, y al expresar su asombro por la gran cantidad de víctimas ofrecidas para el sacrificio, Joaquín les dijo que, en recuerdo de la afrenta recibida en el templo al ser rechazado su sacrificio, y a causa de la misericordia de Dios que había escuchado su oración, había querido demostrar su gratitud de acuerdo con sus medios. Hoy pude ver a la pequeña María paseando con las otras jóvenes en torno de su casa. Otros detalles los he olvidado completamente.




XIX- PARTIDA AL TEMPLO DE JERUSALÉN




He visto a Joaquín, a Ana y a su hija mayor, María de Helí, ocupados toda la noche preparando paquetes y utensilios. Ardía una lámpara con varias mechas. A María Helí la veía con una luz ir de un lado a otro. Unos días antes Joaquín había mandado a sus siervos que eligieran cinco de cada especie de los animales de sacrificio, entre los mejores y los había despachado para el templo: formaban estos animales una hermosa majada. Después tomó dos animales de carga y los fue cargando con toda clase de paquetes: vestidos para la niña y regalos para el templo.

Sobre el lomo del animal acomodó un ancho asiento para que se pudiera sentar cómodamente. Los objetos que se cargaron estaban acondicionados en bultos y atados, fáciles de llevar. Vi cestas de diversas formas sujetas a los flancos del animal. En una de ellas había pájaros del tamaño de las perdices; otros cestos, semejantes a cuévanos de uvas, contenían frutas de toda clase. Cuando el asno estuvo cargado completamente, tendieron encima una gran manta de la que colgaban gruesas borlas. Todavía quedaban dos sacerdotes. Uno de ellos era muy anciano, que llevaba un capuz terminado en punta sobre la frente y dos vestiduras, la de arriba más corta que la de abajo. Este sacerdote es el que se había ocupado el día anterior en el examen de María, y le he visto dar otras instrucciones más a la niña. Tenía una especie de estola colgante. El otro sacerdote era más joven. María tenía en aquel momento algo más de tres años de edad: era bella y delicada y estaba tan adelantada como un niño de cinco años de nuestro país. Sus cabellos lisos, rizados en sus extremos, eran de un rubio dorado y más largos que los de María Cleofás, de siete años, cuya rubia cabellera era corta y crespa. Casi todas las personas mayores llevaban largas ropas de lana sin teñir.


Yo notaba la presencia de dos niños que no eran de este mundo: estaban allí en una forma espiritual y figurativa, como profetas; no pertenecían a la familia y no conversaban con nadie. Parecía que nadie notaba su presencia. Eran hermosos y amables; tenían largos cabellos rubios y rizados. Mirando a uno y otro lado me dirigieron la palabra. Llevaban libros, probablemente para su instrucción. La pequeña María no poseía libro alguno a pesar de que sabía leer. Los libros no eran como los nuestros, sino largas tiras de más o menos media vara de ancho, enrolladas en un bastón, cuyas extremidades asomaban por cada lado. El más alto de los dos niños se me acercó con uno de los rollos desplegados en la mano y leyó algo, explicándomelo luego. Eran letras de oro, totalmente desconocidas para mí, escritas al revés y cada una de ellas parecía representar una palabra entera. La lengua me era completamente desconocida también y, sin embargo, la entendía perfectamente. Lástima que haya olvidado la explicación. Tratábase de un texto de Moisés sobre la zarza ardiente. Me declaró: "Como la zarza ardía y no se quemaba, así arde el fuego del Espíritu Santo en la niña María, y en su humildad es como si nada supiera de ello. Significa también la divinidad y humanidad de Jesús y como el fuego de Dios se une con la niña María".

El descalzarse explicólo como que la 
ley se cumplía, la corteza caía y llegaba ahora la sustancia. La pequeña bandera que traía la extremidad del bastoncito significaba que María empezaba su camino, su misión para ser Madre del Redentor. El otro niño jugaba con su rollo inocentemente, representando con esto el candor infantil de María, sobre la cual reposaba una promesa muy grande, la cual, no obstante tan alto destino, jugaba ahora como una criatura. Explicáronme aquellos niños siete pasajes de sus rollos; pero a causa del estado en que me encuentro, se me ha ido de la memoria. ¡Oh, Dios mío! Cuando se me aparece todo esto ¡qué bello y profundo es y, al mismo tiempo, qué simple y claro!... Al rayar el alba vi que se ponían en camino para Jerusalén. La pequeña María deseaba vivamente llegar al templo y salió apresuradamente de la casa acercándose a la bestia de carga. Los niños profetas me mostraron todavía algunos textos de sus rollos. Uno de éstos decía que el templo era magnífico, pero que la niña María encerraba en sí algo más admirable aún. Había dos bestias de carga. Uno de los asnos, el más cargado, iba conducido por un servidor y debía ir siempre delante de los viajeros.

El 
otro, que estaba delante de la casa, cargado con más bultos, tenía preparado un asiento, y María fue colocada sobre él. Joaquín conducía el asno. Llevaba un bastón largo con un grueso pomo redondo en la extremidad: parecía un cayado de peregrino. Un poco más adelante iba Ana con la pequeña María Cleofás y una criada que debía acompañarla en todo el camino. Al empezar el viaje se juntaron con ellas unas mujeres y niñas: se trataba de parientas que en los diversos cruces del camino se separaban de la comitiva para volverse a sus casas. Uno de los sacerdotes acompañó a la comitiva durante algún tiempo.

He visto unas seis mujeres parientas, con 
sus hijos y algunos hombres. Llevaban una linterna, y vi que la luz desaparecía totalmente ante aquella otra claridad que derramaban las santas personas sobre el camino en su viaje nocturno, sin que, al parecer, lo notaran los demás. Al principio me pareció que el sacerdote iba detrás de la pequeña María con los niños profetas. Más tarde, cuando ella bajó del asno para seguir a pie, yo estuve a su lado. Más de una vez oí a mis jóvenes compañeros cantando el salmo "Eructavit cor meum" y el  "Deus deorum Dominus locutus est". Supe por ellos que estos salmos serían cantados a doble coro cuando la Niña fuera admitida en el templo. Lo escucharé cuando lleguen al templo.

Al principio vi que el camino descendía en pendiente 
de una colina, para volver a subir después. Siendo temprano, y habiendo buen tiempo, el cortejo se detuvo cerca de un manantial del que nacía un arroyo. Había allí una pradera y los caminantes descansaron sentándose junto a un cerco de plantas de bálsamo. Debajo de estos frágiles arbustos solían poner vasos y recipientes de piedra para recoger el bálsamo que iba cayendo gota a gota. Los viajeros bebieron bálsamo y echaron un poco en el agua, llenando pequeños recipientes. Comieron bayas de ciertas plantas que allí había, con panecillos que traían en las alforjas. En ese momento desaparecieron los dos niños profetas. Uno de ellos era Elías; el otro me pareció que era Moisés. La pequeña María los había visto; pero no habló de ello con nadie.

Así sucede que a veces vemos en nuestra 
infancia a santos niños y en edad más madura a santas jóvenes o muchachos, y callamos estas visiones sin comunicarlas a los demás por ser tal momento un instante de gozo celestial y de recogimiento.

Más tarde vi a 
los viajeros entrar en una casa aislada, en la que fueron bien recibidos y tomaron provisiones, pues los moradores parecían ser de la familia. En aquel sitio se despidieron de la niña Cleofás, que debía volver a su casa. Durante el día, vi el curso del camino que suele ser bastante penoso, pues hay muchas subidas y bajadas. En los valles hay a menudo neblina y rocío; con todo, veo algunos lugares mejor situados, donde brotan flores. Antes de llegar al sitio donde debían pasar la noche, hallaron un pequeño arroyo. Se hospedaron en una posada al pie de una montaña en la cual se veía una ciudad. Por desgracia, no recuerdo el nombre de esa ciudad, pues la he visto durante otros viajes de la Sagrada Familia, por lo cual confundo los nombres. Lo que puedo decir es que ellos siguieron el camino que tomó Jesús en el mes de septiembre, cuando tenía treinta años e iba de Nazaret a Betania y luego al bautismo de Juan y aun esto lo digo sin certidumbre completa.

La Sagrada Familia hizo más tarde este camino en la época de la 
huida a Egipto. La primera etapa fue Nazara, pequeño lugar entre Massaloth y otra ciudad ubicada en la altura, más cercana a esta última. Veo por todas partes tantas poblaciones, cuyos nombres oigo pronunciar, que luego confundo unos con otros. La ciudad cubre la ladera de una montaña y se divide en varias partes, si es que realmente todas forman una misma ciudad. Allí falta agua y tienen que hacerla subir desde el llano con la ayuda de cuerdas. Veo allí torres antiguas en ruinas. Sobre la cumbre de la montaña hay una torre que parece un observatorio con un aparato de mampostería que tiene vigas y cuerdas como para hacer subir algo desde la ciudad.Hay una cantidad tan grande de estas cuerdas que el conjunto aparenta mástiles de buques. Debe haber como una hora de camino desde abajo a la cumbre de la montaña, desde donde se disfruta de una espléndida vista muy extensa. Los caminantes entraron en una posada situada en la llanura. En una parte de la ciudad había paganos, considerados como esclavos por los judíos, debiendo someterse a rudos trabajos en el templo y en otras construcciones. Esta noche he visto a la pequeña María llegando con sus padres a una ciudad situada a seis leguas más o menos de Jerusalén en dirección noroeste. Esta ciudad, se llama Bet-Horon y se encuentra al pie de una montaña.

Durante 
el viaje atravesaron un pequeño río que desemboca en el mar en los alrededores de Jopé, donde enseñó San Pedro después de la venida del Espíritu Santo. Cerca de Bet-Horon tuvieron lugar grandes batallas que he visto y olvidado. Faltaban aun dos leguas para llegar a un punto del camino desde donde se podía divisar a Jerusalén; he oído el nombre de este lugar, que ahora no puedo precisarlo. Bet-Horon es una ciudad de Levitas de cierta importancia: produce hermosas uvas y gran cantidad de frutas. La santa comitiva entró en la casa de unos amigos, que estaba muy bien situada. Su dueño era maestro en una escuela de Levitas y había allí algunos niños. Me admira ver allí a varias parientas de Ana, con sus hijas pequeñas, que yo creía que habían regresado a sus casas al principio del viaje: ahora advierto que llegaron antes, tomando algún atajo, quizás para anunciar la llegada de la santa comitiva.Los parientes de Nazaret, de Séforis y de Zabulón, que habían asistido al examen de María, se hallaban allí con sus hijas: vi, por ejemplo, a la hermana mayor de María con su hija María de Cleofás, y a la hermana de Ana venida de Séforis con sus hijas. Con motivo de la llegada de la pequeña María hubo grandes fiestas. María fue llevada en compañía de otras niñas a una gran sala, y puesta en un asiento alto, a semejanza de un trono, dispuesto para ella. El maestro de escuela y otras personas hicieron toda clase de preguntas a María y le pusieron guirnaldas en la cabeza. Todos estaban asombrados por la sabiduría que manifestaba en sus respuestas. Oí hablar en esta ocasión del juicio y prudencia de otra niña que había pasado por allí poco antes, volviendo de la escuela del templo a la casa de sus padres. Esta niña se llamaba Susana y más tarde figuró entre las santas mujeres que seguían a Jesús. (En otra ocasión Ana Catalina dijo que esta niña era parienta de María).María ocupó su puesto vacante en el templo, pues había un número fijo de plazas para estas jóvenes. Susana tenía quince años cuando dejó el templo, es decir, cerca de once más que la niña María. También Santa Ana había sido educada allí a la edad de cinco años. La pequeña María estaba llena de júbilo por hallarse tan cerca del templo. He visto a Joaquín que la estrechaba entre sus brazos, llorando y diciéndole: "Hija mía, ya no volveré a verte". Habían preparado comida y mientras estaban en la mesa, vi a María ir de un lado a otro, apretarse contra su madre, llena de gracia, o, deteniéndose detrás de ella, echarle los bracitos al cuello.Esta mañana muy temprano vi a los viajeros salir de Bet-Horon para dirigirse a Jerusalén. Todos los parientes con sus criaturas se habían juntado a ellos y lo mismo los dueños de la casa. Llevaban regalos para la niña, consistentes en ropas y frutas. Me parece ver una fiesta en Jerusalén. Supe que María tenía en ese momento tres años y tres meses. En su viaje no fueron a Ussen Sheera ni a Gofna, a pesar de tener allí amistades; pasaron sólo por los alrededores. Vi que el maestro de los Levitas con su familia los acompañó a Jerusalén. Cuanto más se acercaban a la ciudad tanto más se mostraba María contenta y ansiosa. Solía correr delante de sus padres. 


XVIII- PREPARATIVOS PARA LA PRESENTACIÓN DE MARÍA EN EL TEMPLO



María era de tres años de edad y tres meses cuando hizo el voto de presentarse en el templo entre las vírgenes que allí moraban. Era de complexión delicada, cabellera clara un tanto rizada hacia abajo; tenía ya la estatura que hoy en nuestro país tiene un niño de cinco a seis años. La hija de María Helí era mayor en algunos años y más robusta. He visto en casa de Ana los preparativos de María para ser conducida al templo. Era una fiesta muy grande. Estaban presentes cinco sacerdotes de Nazaret, de Séforis y de otras regiones, entre ellos Zacarías y un hijo del hermano del padre de Ana. Ensayaban una ceremonia con la niña María. Era una especie de examen para ver si estaba madura para ser recibida en el templo. Además de los sacerdotes estaban presentes la hermana de Ana de Séforis y su hija, María Helí y su hijita y algunas pequeñas niñas y parientes. Los vestidos, en parte cortados por los sacerdotes y arreglados por las mujeres, le fueron puestos en esta ocasión a la niña en diversos momentos, mientras le dirigían preguntas.

Esta ceremonia tenía un aire de gravedad y de seriedad, aun cuando algunas preguntas estaban hechas por el anciano sacerdote con infantil sonrisa, las cuales eran contestadas siempre por la niña, con admiración de los sacerdotes y lágrimas de sus padres. Había para María tres clases de vestidos, que se pusieron en tres momentos. Esto tenía lugar en un gran espacio junto a la sala del comedor, que recibía la luz por una abertura cuadrangular abierta en el techo, a menudo cerrada con una cortina. En el suelo había un tapete rojo y en medio de la sala un altar cubierto de paño rojo y encima blanco transparente. Sobre el altar había una caja con rollos escritos y una cortina que tenía dibujada o bordada la imagen de Moisés, envuelto en su gran manto de oración y sosteniendo en sus brazos las tablas de la ley.

He visto a Moisés siempre de anchas espaldas, cabeza alta, nariz grande y curva, y en su gran frente dos elevaciones vueltas un tanto una hacia otra, todo lo cual le daba un aspecto muy particular. Estas especies de cuernos los tuvo ya Moisés desde niño, como dos verrugas. El color de su rostro oscuro de fuego y los cabellos rubios. He visto a menudo semejante especie de cuernos en la frente de antiguos profetas y ermitaños y a veces una sola de estas excrecencias en medio de la frente.

Sobre el altar estaban los tres vestidos de María; había también paños y lienzos obsequiados por los parientes para el arreglo de la niña. Frente al altar veíase, sobre gradas, una especie de trono. Joaquín, Ana y los miembros de la familia se encontraban reunidos. Las mujeres estaban detrás y las niñas al lado de María. Los sacerdotes entraron con los pies descalzos. Había cinco, pero sólo tres de ellos llevaban vestiduras sacerdotales e intervenían en la ceremonia.

Un sacerdote tomó del altar las diversas prendas de la vestimenta, explicó su significado y presentólas a la hermana de Ana, Maraha de Séforis, la cual vistió con ellas a la niña María. Le pusieron primero un vestidito amarillo y encima, sobre el pecho, otra ropa bordada con cintas, que se ponía por el cuello y se sujetaba al cuerpo. Después, un mantito oscuro con aberturas en los brazos; por arriba colgaban algunos retazos de género. Este manto estaba abierto por arriba y cerrado por debajo del pecho. Calzáronle sandalias oscuras con suelas gruesas de color amarillo. Tenía los cabellos rubios peinados y una corona de seda blanca con variadas plumas. Colocáronle sobre la cabeza un velo cuadrado de color ceniza, que se podía recoger bajo los brazos para que éstos descansaran como sobre dos nudos. Este velo parecía de penitencia o de oración.

Los sacerdotes le dirigieron toda clase de preguntas relacionadas con la manera de vivir las jóvenes en el templo. Le dijeron, entre otras cosas: “Tus padres, al consagrarte al templo, han hecho voto de que no beberás vino ni vinagre, ni comerás uvas ni higos. ¿Qué quieres agregar a este voto?... Piénsalo durante la comida”. A los judíos, especialmente a las jóvenes judías, les gusta mucho el vinagre, y María también tenía gusto en beberlo. Le hicieron otras preguntas y le pusieron un segundo género de vestido. Constaba éste de uno azul celeste, con mantito blanco azulado, y un adorno sobre el pecho y un velo transparente de seda blanca con pliegues detrás, como usan las monjas. Sobre la cabeza la pusieron una corona de cera adornada con flores y capullos de hojas verdes. Los sacerdotes le pusieron otro velo para la cara: por arriba parecía una gorra, con tres broches a diversa distancia, de modo que se podía levantar un tercio, una mitad o todo el velo sobre la cabeza. Se le indicó el uso del velo: cómo tenía que recogerlo para comer y bajarlo cuando fuese preguntada.

Con este vestido presentóse María con los demás a la mesa: la colocaron entre los dos sacerdotes y uno enfrente. Las mujeres con otros niños se sentaron en un extremo de la mesa, separadas de los hombres. Durante la comida probaron los sacerdotes a la niña María en el uso del velo. Hubo preguntas y respuestas. También se le instruyó acerca de otras costumbres que debía observar. Le dijeron que podía comer de todo por ahora dándole diversas comidas para tentarla. María los dejó a todos maravillados con su forma de proceder y con las respuestas que les daba. Tomó muy poco alimento y respondía con sabiduría infantil que admiraba a todos. He visto durante todo el tiempo a los ángeles en torno a ella, que le sugerían y guiaban en todos los casos.

Después de la comida fue llevada a la otra sala, delante del altar, donde le quitaron los vestidos de la segunda clase para ponerle los de la tercera. La hermana de Santa Ana y un sacerdote la revistieron de los nuevos vestidos de fiesta. Era un vestido color violeta con adorno de paño bordado sobre el pecho. Se ataba de costado con el paño de atrás, formaba rizos y terminaba en punta por debajo. Pusiéronle un mantito violeta más amplio y más festivo, redondeado por detrás, que parecía una casulla de misa. Tenía mangas anchas para los brazos y cinco líneas de adornos de oro. La del medio estaba partida y se recogía y cerraba con botones. El manto estaba también bordado en las extremidades. Luego se le puso un velo grande: de una parte caía en blanco y de otra en blanco violeta sobre los ojos. Sobre esto colocáronle una corona cerrada, con cinco broches, que constaba de un círculo de oro, más ancho arriba, con picos y botones. Esta corona estaba revestida de seda por fuera, con rositas y cinco perlas de adorno; los cinco arcos terminales eran de seda y tenían un botón. El escapulario del pecho estaba unido por detrás; por delante, tenía cintas. El manto estaba sujeto por delante sobre el pecho.

Revestida en esta forma fue la niña María llevada sobre las gradas del altar. Las niñas rodeaban el altar de uno y otro lado. María dijo que no pensaba comer carne ni pescado ni tomar leche; que sólo tomaría una bebida hecha de agua y de médula de junco, que usaban los pobres y que pondría a veces en el agua un poco de zumo de terebinto. Esta bebida es como un aceite blanco, se expande, y es muy refrescante aunque no tan fina como el bálsamo. Prometió no gustar especias y no comer en frutas más que unas bayas amarillas que crecen como uvas. Conozco estas bayas: las comen los niños y la gente pobre. También dijo que quería descansar sobre el suelo y levantarse tres veces durante la noche para rezar. Las personas piadosas, Ana y Joaquín lloraban al oír estas cosas. El anciano Joaquín, abrazando a su hija, le decía: "¡Ah, hija! Esto es muy duro de observar. Si quieres vivir en tanta penitencia creo que no te podré ver más, a causa de mi avanzada edad". Era una escena muy conmovedora. Los sacerdotes le dijeron que se levantara sólo una vez, como las demás, y le hicieron otras propuestas para mitigar sus abstinencias. Le impusieron comer otros alimentos, como el pescado, en las grandes festividades.

Había en Jerusalén, en la parte baja de la ciudad, un gran mercado de pescados, que recibía el agua de la piscina de Bethseda. Un día qué faltó el agua, Herodes el Grande quiso construir allí un acueducto, vendiendo, para lograr dinero, vestiduras sacerdotales y vasos sagrados del templo. Por este motivo hubo un intento de sublevación, pues los esenios, encargados de la inspección de las vestiduras sacerdotales, acudieron a Jerusalén de todas partes del país y se opusieron firmemente. Recordé en este momento estas cosas.

Por último dijeron los sacerdotes: "Muchas de las otras niñas que van al templo sin pagar su manutención y sus vestidos, se comprometen, con el consentimiento de sus padres, a lavar los vestidos de los sacerdotes manchados con la sangre de las víctimas, y otros paños burdos, trabajo muy pesado que lastima las manos. Tú no necesitas hacer esto, porque tus padres te costean tu manutención". María respondió prontamente que quería hacer también eso, si era tenida por digna de hacerlo. Joaquín se emocionó grandemente al oírla. Mientras se hacían estas ceremonias vi que María, en varias ocasiones, había crecido de tal modo ante ellos, que los superaba en altura. Era una señal de la gracia y de su sabiduría. Los sacerdotes se mostraron serios, con grata admiración.

Por último fue bendecida la niña María por el sacerdote. La he visto de pie sobre el tronito resplandeciente. Dos sacerdotes estaban a su lado; otro, delante. Los sacerdotes tenían rollos en las manos y rezaban preces sobre ella con las manos extendidas. Tuve una admirable visión de María. Me parecía que por la bendición se hacía transparente. Vi una gloria de indescriptible esplendor y dentro de ella el misterio del Arca de la Alianza como si estuviese en un brillante vaso de cristal, Luego vi el corazón de María que se abría en dos como una puertecita del templete, y el misterio sacramental del Arca de la Alianza penetró en su corazón. En torno de este misterio había formado un tabernáculo de variadas y muy significativas piedras preciosas. Entró en el corazón, como el Arca en el Santísimo, como el Ostensorio en el tabernáculo.

Vi a la niña María como transformada, flotando en el aire. Con la entrada del sacramento en el corazón de María, que se cerró luego, lo que era figura pasó a ser realidad y posesión, y vi que la niña estuvo desde entonces como penetrada de una ardorosa concentración interior. Vi también, durante esta visión, que Zacarías recibió una interna persuasión o una celestial revelación de que María era el vaso elegido del misterio o sacramento. Había recibido él un rayo de luz que yo vi salir de María.

Después de esto condujeron los sacerdotes a la niña adonde estaban sus padres. Ana levantó a su hija en alto y estrechándola contra su pecho la besó con interna dulzura y afecto, mezclada de veneración. Joaquín, muy conmovido, le dio la mano, lleno de admiración y veneración. La hermana mayor de María Santísima, María de Helí, abrazó a la niña con más vivacidad que Santa Ana, que era una mujer muy reservada, moderada y muy medida en todos sus actos. La sobrinita, María Cleofás, le echó los brazos al cuello, como hacen las criaturas. Después los sacerdotes tomaron a la niña de nuevo, le quitaron los vestidos simbólicos y le pusieron sus acostumbrados vestidos. Todavía los he visto de pie, tomando algún líquido de un recipiente, y luego partir. 

XVII- LA NIÑA RECIBE EL DULCE NOMBRE DE MARÍA



Hoy vi una gran fiesta en casa de Ana. Los muebles habían sido cambiados de lugar y puestos a un lado en las habitaciones del frente. Los tabiques de juncos, que formaban habitaciones separadas, habían sido quitados para poder disponer una gran mesa. En torno de la sala vi una mesa amplia, baja, llena de platos y fuentes para la comida. En el centro se había levantado un altar cubierto con un paño rojo y blanco, sobre el cual había una cunita también de rojo y blanco y una colcha celeste. Al lado del altar había un atril cubierto, con rollos de pergamino conteniendo oraciones. Delante del altar había cinco sacerdotes de Nazaret con vestimentas de ceremonias. Joaquín estaba con ellos. En el fondo, en torno del altar, había mujeres y hombres, parientes de Joaquín, todos con trajes de fiesta.

Recuerdo a la hermana de Ana, Maraha de Séforis y a su hija mayor. Santa Ana había dejado el lecho; pero no asistió a la ceremonia, quedándose en la habitación, detrás del hogar. Enue, la hermana de Isabel, trajo a la pequeña María, poniéndola en brazos de Joaquín. Los sacerdotes se colocaron delante del altar, cerca de los rollos y recitaron en alta voz las oraciones. Joaquín entregó a la niña al principal de ellos, el cual alzándola en el aire, mientras rezaba, como para ofrecerla a Dios, la dejó luego en su cuna, sobre el altar. Tomó después unas tijeras de forma particular, con las cuales cortó tres pequeñas guedejas de cabello a ambos lados de la cabeza y la frente de la criatura, quemándolas en el brasero. Tomó luego una caja que contenía aceite y ungió los cinco sentidos de la niña, tocándole con el pulgar las orejas, los ojos, la nariz, la boca y el hueco del estómago. Sobre el pecho de la criatura colocó un pergamino donde estaba escrito el nombre de María. Luego se cantaron salmos y se sirvió la comida, la cual no pude ver.

Varias semanas después del nacimiento de María, vi a Joaquín y a Ana que iban con la Niña al templo para ofrecer un sacrificio. La presentaron al templo con vivos sentimientos de piedad y agradeciendo a Dios de un modo parecido a lo que más tarde hizo la Virgen Santísima cuando presentó al Niño Jesús y lo rescató del templo, según las prescripciones de la ley. Al día siguiente entregaron su ofrenda, prometiendo consagrar la niña a Dios en el templo dentro de algunos años. Después volvieron a Jerusalén. 

XVI- ANUNCIO DEL NACIMIENTO DE MARÍA VIRGEN


En el país de los Reyes Magos mujeres videntes tuvieron visiones del nacimiento de la Santísima Virgen. Ellas decían a los sacerdotes que había nacido una Virgen, para saludar a la cual habían bajado muchos espíritus del cielo; que otros espíritus malignos se lamentaban de ello. También los Reyes Magos, que observaban los astros, vieron figuras y representaciones del acontecimiento. En Egipto, la misma noche del nacimiento de María, fue arrojado del templo un ídolo y echado a las aguas del mar. Otro ídolo cayó de su pedestal y se deshizo en pedazos. Llegaron más tarde a casa de Ana varios parientes de Joaquín que acudían desde el valle de Zabulón y algunos siervos que habían estado lejos. A todos les fue mostrada la niña María.

En casa se preparó una comida para los visitantes. 
Más tarde concurrieron muchas gentes para ver a la niña María, de modo que fue sacada de su cuna y puesta en sitio elevado, como sobre un caballete, en la parte anterior de la casa. Estaba sobre lienzos colorados y blancos por encima, fajada con lienzos colorados y blancos transparentes hasta debajo de los bracitos. Sus cabellos eran rubios y rizados. He visto después a María Cleofás, la hija de María Helí y de Cleofás, nieta de Ana, de algunos años de edad, jugar con María y besarla. Era María Cleofás una niña fuerte y robusta, tenía un vestidito sin mangas, con bordes colorados y adornos de rojas manzanas bordadas. En los brazos descubiertos llevaba coronitas blancas que parecían de seda, lana o plumas. La niña María tenía también un velo transparente alrededor del cuello. 

XV- LA NATIVIDAD DE MARÍA EN EL ORBE



En el instante en que la pequeña María se hallaba en los brazos de Santa Ana, la vi en el cielo presentada ante la Santísima Trinidad y saludada con júbilo por todos los coros celestiales. Entendí que le fueron manifestados de modo sobrenatural todas sus alegrías, sus dolores y su futuro destino. María recibió el conocimiento de los más profundos misterios, guardando, sin embargo, su inocencia y candor de niña. Nosotros no podemos comprender la ciencia que le fue dada, porque la nuestra tiene su origen en el árbol fatal del Paraíso terrenal. Ella conoció todo esto como el niño conoce el seno de la madre donde debe buscar su alimento.

Cuando terminó la contemplación en la cual vi a la niña María en el cielo, instruida por la gracia divina, por primera vez pude verla llorar. Vi anunciado el nacimiento de María en el Limbo a los santos Patriarcas en el mismo momento penetrados de alegría inexplicable, porque se había cumplido la promesa hecha en el Paraíso. Supe también que hubo un progreso en el estado de gracia de los Patriarcas: su morada se hacía más clara, más amplia y adquirían mayor influencia sobre las cosas que acontecían en el mundo. Era como si todos sus trabajos, todas sus penitencias de su vida, todos sus combates, sus oraciones y sus ansias hubiesen llegado, por decirlo así, a su completa madurez produciendo frutos de paz y de gracia.

Observé un gran movimiento de alegría en toda la naturaleza al nacimiento de María; en los animales, y en el corazón de los hombres de bien; y oí armoniosos cantos por doquiera. Los pecadores se sintieron como angustiados y experimentaron pena y aflicción. Vi que en Nazaret y en las regiones de la Tierra Prometida varios poseídos del demonio se agitaban en medio de convulsiones violentas. Corrían de un lado a otro con grandes clamores; los demonios bramaban por boca de ellos clamando: “¡Hay que salir!... ¡Hay que salir!...”. He visto en Jerusalén al piadoso sacerdote Simeón, que habitaba cerca del templo, en el momento del nacimiento de María, sobresaltado por los clamores desaforados de locos y posesos, encerrados en un edificio contiguo a la montaña del templo, sobre el cual tenía Simeón derechos de vigilancia.

Lo vi dirigirse a media noche a la plaza, delante de la casa de los posesos. Un hombre que allí habitaba le preguntó la causa de aquellos gritos, que interrumpían el sueño de todo el mundo. Uno de los posesos clamó con más fuerza para que lo dejaran salir. Abrió Simeón la puerta y el poseso gritó, precipitándose afuera, por boca de Satanás: “Hay que salir… Debemos salir… Ha nacido una Virgen… ¡Son tantos los ángeles que nos atormentan sobre la tierra, que debemos partir, pues ya no podemos poseer un sólo hombre más…!”. Vi a Simeón orando con mucho fervor. El desgraciado poseso fue arrojado violentamente sobre la plaza, de un lado a otro; y vi que el demonio salía por fin de su boca.

Quedé muy contenta de haber visto al anciano Simeón. Vi también a la profetisa Ana y a Noemí, hermana de la madre de Lázaro, que habitaba en el templo y fue más tarde la maestra de la niña María. Fueron despertadas y se enteraron, por medio de visiones, de que había nacido una criatura de predilección. Se reunieron y se comunicaron unas a otras las cosas que acababan de saber. Creo que ellas conocían ya a Santa Ana.

XIV- NATIVIDAD DE LA VIRGEN SANTÍSIMA



Con varios días de anticipación había anunciado Ana a Joaquín que se acercaba su alumbramiento. Con este motivo envió ella mensajeros a Séforis, a su hermana menor Marha; al valle de de Zabulón, a la viuda Enue, hermana de Isabel; y a Betsaida, a su sobrina María Salomé, llamándolas a su lado. Vi a Joaquín, la víspera del alumbramiento de Ana, que enviaba numerosos siervos a los prados donde estaban sus rebaños, yendo él mismo al más cercano.

Entre las nuevas criadas de Ana, sólo guardó en su casa a aquéllas cuyo servicio era necesario. Vi a María Helí, la hija mayor de Ana, ocupándose en los quehaceres domésticos. Tenía entonces unos diecinueve años, y habiéndose casado con Cleofás, jefe de los pastores de Joaquín, era madre de una niñita llamada María de Cleofás, de más o menos cuatro años en aquel momento. Joaquín oró, eligió sus más hermosos corderos, cabritos y bueyes y los envió al templo como sacrificio de acción de gracias. No volvió a casa hasta el anochecer.

Por la noche vi llegar a casa de Ana a sus tres parientas. La visitaron en su habitación situada detrás del hogar, y la besaron. Después de haberles anunciado la proximidad de su alumbramiento, Ana, poniéndose de pie, entonó con ellas un cántico concebido más o menos en estos términos: “Alabad a Dios, el Señor, que ha tenido piedad de su pueblo, que ha cumplido la promesa hecha a Adán en el paraíso, cuando le dijo que la simiente de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente…”. No me es posible repetir todo con exactitud. Se encontraba Ana en éxtasis, enumerando en su cántico todas las imágenes que figuraban a María. Decía: “El germen dado por Dios a Abraham ha llegado a su madurez en mi misma”. Hablaba luego de Isaac, prometido de Sara, y agregaba: “El florecimiento de la vara de Aarón se ha cumplido en mí”.

La he visto penetrada de luz en medio de su aposento, lleno de resplandores, donde aparecía también, en lo alto, la escala de Jacob. Las mujeres, llenas de asombro y de júbilo, estaban como arrobadas, y creo que vieron la aparición. Después de la oración de bienvenida se sirvió a las mujeres una pequeña comida de frutas y agua mezclada con bálsamo. Comieron y bebieron de pie, y fueron a dormir algunas horas para reposar del viaje. Ana permaneció levantada, y oró. Hacia la media noche, despertó a sus parientas para orar juntas, siguiéndola éstas detrás de una cortina cerca del lecho. Ana abrió las puertas de una alacena embutida en el muro, donde se hallaban varias reliquias dentro de una caja. Vi luces encendidas a cada lado; pero no sé si eran lámparas. Al pie de este pequeño altar había un escabel tapizado.

El relicario contenía algunos cabellos de Sara, a quien Ana profesaba veneración; huesos de José, que Moisés había traído de Egipto; algo de Tobías, quizás un trozo de vestido, y el pequeño vaso brillante en forma de pera donde había bebido Abraham al recibir la bendición del ángel y que Joaquín había recibido junto con la bendición. Ahora sé que esta bendición constaba de pan y vino y era como un alimento sacramental. Ana se arrodilló delante de la alacena. A cada lado de ella estaba una de las dos mujeres, y la tercera, detrás. Recitó un cántico: creo que se trataba de la zarza ardiente de Moisés.

Vi entonces un resplandor celestial que llenó la habitación, y que, moviéndose, condensábase en torno de Ana. Las mujeres cayeron como desvanecidas con el rostro pegado al suelo. La luz en torno de Ana tomó la forma de zarza que ardía junto a Moisés, sobre el monte Horeb, y ya no me fue posible contemplarla. La llama se proyectaba hacia el interior: de pronto vi que Ana recibía en sus brazos a la pequeña María, luminosa, que envolvió en su manto, apretó contra su pecho y colocó sobre el escabel delante del relicario. Prosiguió luego sus oraciones. Oí entonces que la niña lloraba. Vi que Ana sacaba unos lienzos debajo del gran velo que la cubría y fajándola, dejaba la cabeza, el pecho y los brazos descubiertos. La aparición de la zarza ardiendo desapareció.

Levantáronse entonces las mujeres y en medio de la mayor admiración recibieron en brazos a la criatura recién nacida, derramando lágrimas de alegría. Entonaron todas juntas un cántico de acción de gracias, y Ana alzó a la niña en el aire como para ofrecerla. Vi entonces que la habitación se volvió a llenar de luces y oí a los ángeles que cantaban Gloria y Aleluya. Pude escuchar todo lo que decían: supe que, según lo anunciaban, veinte días más tarde la niña recibiría el nombre de María. Entró Ana en su alcoba y se acostó.

Las mujeres tomaron a la niña, la despojaron de la faja, la lavaron y, fajándola de nuevo, la llevaron en seguida junto a su madre, cuyo lecho estaba dispuesto de tal manera que se podía fijar contra él una pequeña canasta calada, donde tenía la niña un sitio separado al lado de su madre. Las mujeres llamaron entonces a Joaquín, el cual se acercó al lecho de Ana, y arrodillándose, derramó abundantes lágrimas de alegría sobre la niña. La alzó en sus brazos y entonó un cántico de alabanzas, como Zacarías en el nacimiento del Bautista. Habló en el cántico del santo germen, que colocado por Dios en Abraham se había perpetuado en el pueblo de Dios y en la Alianza, cuyo sello era la circuncisión y que con esta niña llegaba a su más alto florecimiento. Oí decir en el cántico que aquellas palabras del profeta: “Un vástago brotará de la raíz de Jessé”, cumplíase en este momento perfectamente. Dijo también, con mucho fervor y humildad, que después de esto moriría contento.

Noté que María Helí, la hija mayor de Ana, llegó bastante tarde para ver a la niña. A pesar de ser madre ella misma, desde varios años atrás, no había asistido al nacimiento de María quizás porque, según las leyes judías, una hija no debía hallarse al lado de su madre en tales circunstancias. Al día siguiente vi a los servidores, a las criadas y a mucha gente del país reunidos en torno de la casa. Se les hacía entrar sucesivamente, y la niña María fue mostrada a todos por las mujeres que la atendían. Otros vecinos acudían porque durante la noche había aparecido una luz encima de la casa, y porque el alumbramiento de Ana, después de tantos años de esterilidad, era considerado como una especial gracia del cielo. 

GOZOS A LA NATIVIDAD DE LA VIRGEN MARIA

Regalamos a nuestra Madre bendita, en su Natividad, un misterio del rosario: Un padre nuestro y un ramillete de Ave Maria. Hoy es ma...